terça-feira, 9 de março de 2010

Santa Francisca Romana

SANTA FRANCISCA ROMANA
9 de Março


Santa Francisca nació en 1384. Su vida se resume en una palabra: visión. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue sino la corteza ligera y transparente de la vida que vivía ya en el otro. Su vida terrestre fue una apariencia.

A los doce años de edad era ya una criatura extraordinaria. Había formado intención y deseo de no casarse, pero su confesor le aconsejó que no se resistiera a las instancias de sus padres, y se casó con Lorenzo Ponziani.

Enseguida de casada enfermó; fue curada por una aparición de San Alejo y llevó una vida severa y admirable Sin duda comprendió que el matrimonio en nada había disminuído su gracia interior, y que Dios, en la distribución de sus mercedes no se sujeta a ley alguna tiránica de categoría o de exclusión. Por la vida que llevó en el matrimonio, demostró a sí misma y a los demás que había hecho bien en casarse.

La muerte de su hijo Juan puede contarse entre las dichas de la vida de Santa Francisca. Aquella criatura tuvo una muerte extraordinaria. Muriendo decía: “Veo a San Antonio y a San Onofre que vienen a buscarme para conducirme al cielo”. Fue enterrado en la iglesia de Santa Cecilia.

Pero graves acontecimientos públicos y privados llegaron a amenazar, si no a destruír, la paz interior de Santa Francisca. Roma fue tomada por Ladislao, rey de Nápoles. La casa de Francisca fue saqueada, confiscados sus bienes y desterrado su marido. La tempestad, que podía destruir a aquella familia, no la destruyó. Volvió la calma. Lorenzo pudo regresar a su patria, y sus bienes le fueron devueltos. Desde aquel día Francisca redobló la austeridad de su vida, y su confesor se vio obligado a moderar los rigores que la Santa ejercía consigo misma.

En su cuñada encontró una amiga y una confidente a la cual pudo abrir su alma y confiar sus secretos. La hermana de Lorenzo se llamaba Vannona. Ella y Francisca iban de puerta en puerta a pedir por los pobres; juntas hacían sus oraciones dentro de casa y sus peregrinaciones fuera de ella.

Un día, un sacerdote que criticaba a Francisca de exagerada e indiscreta, le dio a comulgar una hostia no consagrada. Francisca se quejó de ello; el sacerdote confesó su falta e hizo penitencia.

El año 1434 fue de prueba terrible. El Papa Eugenio IV había sido desterrado, pues habiéndose puesto de parte de los florentinos en la guerra contra Felipe, duque de Milán, éste, para vengarse hizo que muchos Obispos reunidos en Basilea se rebelaran contra Eugenio. Aprobaron éstos varias proposiciones cismáticas, y hasta osaron citar a Eugenio ante el Concilio como a un acusado.

Era esto en la noche del 14 de Octubre de 1434. Francisca, que se hallaba en su oratorio, fue presa de éxtasis y vio a la Madre de Dios que le dio instrucciones y órdenes para transmitirlas al Papa que estaba en Bolonia. Al día siguiente, Francisca fue a encontrar a su confesor, Don Giovanni y le suplicó que fuera a Bolonia a llevar las órdenes de María. Don Giovanni vacila: “Mi viaje será inútil, contesta; os comprometeré y me comprometeré a mí mismo.

El Papa no querrá creerme, pasaréis por loca y yo por cándido”. Pero, a nuevas instancias, Don Giovanni se decide. Va a Bolonia, el Papa lo recibe muy bien, aprueba todo lo que Francisca había dicho y da órdenes en conformidad a los deseos de la Santa. Don Giovanni regresa y cuando quiere contar a Francisca el feliz éxito de su misión, aquella le interrumpe diciéndole: “Yo seré, si lo permitís, quien os cuente vuestro viaje. Estaba con vos en espíritu y sé todo lo que os ha sucedido”. Entre los acontecimientos del viaje había una curación debida a las oraciones de Francisca.

La unión de Francisca y de Vannona llegó a ser célebre ante los hombres y ante los ángeles. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida interior nunca. Esta intimidad recibió una sanción divina, como divina que era ella. Un día las dos mujeres se habían retirado a la sombra de un árbol en un jardín. Hablaban del modo de santificar sus vidas y de entregarse a ejercicios espirituales para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Esto sucedía en la primavera; y sin embargo, el árbol bajo el cual hablaban en vez de echar flores dió frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres que las llevaron a sus maridos y les confirmaron por este prodigio en la intención, que ya tenían, de no poner obstáculo a los proyectos de Francisca y de Vannona.

El año 1435, la esposa de Lorenzo quiso instituir una congregación de doncellas y viudas. Varias visiones celestiales la confirmaron en esta resolución. Las oblatas, que ella instituyó, la tuvieron por primera superiora y directora; ella las conducía a los hospitales y a las casas de los pobres, donde curaba a los enfermos y llevaban socorros a los necesitados, y muchas veces en vez de un remedio o de un socorro insuficiente, Santa Francisca les llevaba una curación completa, súbita y milagrosa.

Un año después de la muerte de su hijo llamado Evangelista, Francisca le vió en su oratorio: “Antes de poco, dijo el aparecido, mi hermana Inés vendrá a reunírseme. Pero he aquí mi compañero que de ahora en adelante será el tuyo: es un Arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará”. Desde aquel momento, Francisca pudo leer y trabajar de noche como en pleno día, porque el Arcángel era una luz visible sólo para ella. Esta luz tan pronto estaba a su derecha como a su izquierda.

Muchos años más tarde, el 13 de agosto de 1439, Francisca notó un cambio en la faz y la actitud del Arcángel. La faz se volvió más brillante, y el Arcángel le dijo: “Voy a tejer un velo de cien nudos, después otro de sesenta, y después otro de treinta”. Ciento noventa días después de esta visión Francisca murió.

Francisca tuvo el presentimiento de su muerte, y previno a sus amigos. Pedía a Dios la muerte para no ver en la tierra las nuevas aflicciones de que la Iglesia, por lo que ella sabía, estaba amenazada, y que ya la asaltaban, pues en aquellos momentos el antipapa tomaba el nombre de Félix V.

Francisca cayó enferma, y dijo a Don Giovanni: “No olvidéis nada de lo que es necesario para la salvación de mi alma”. Añadiendo, algunos días después: “Mi peregrinación va a concluir en la noche del miércoles al jueves”.

La muerte fue fiel a la cita.

Pero hemos dicho que la vida de santa Francisca reside en sus visiones. Vamos a ellas.

Las más singulares, admirables y características de Santa Francisca son las visiones del Infierno. Suplicios innumerables, variados como lo son los crímenes, le fueron mostrados en su conjunto y en sus detalles.

Vio el oro y la plata en fusión metido por los demonios en las fauces de los avaros. Vio muchas cosas singulares, detalladas, espantosas. Vio las jerarquías de los demonios, sus funciones, sus suplicios, los crímenes diversos que presiden. Vio a Lucifer consagrado al orgullo, jefe de los orgullosos, rey de todos los demonios y de todos los condenados, y que este rey es mucho más desgraciado que sus súbditos.

El Infierno está dividido en tres partes: superior, medio e inferior. Lucifer está en el fondo del Infierno inferior. Bajo Lucifer, jefe universal, hay tres jefes que le están subordinados y que son superiores a los demás: Asmodeo, que era un querubín, preside a los pecados de la carne; Mammon, que era un trono, preside a los de la avaricia. Es interesante ver cómo el dinero forma por sí solo una de las tres grandes categorías de pecados. Beelzebub preside a los pecados de la idolatría.

Todo crimen de magia, espiritismo, etc., corresponde a Beelzebub. Él es particular y especialmente el príncipe de las tinieblas. Por las tinieblas es torturado y con las tinieblas tortura a sus víctimas.

Una parte de los demonios permanece en el Infierno; otra reside en el aire, otra entre los hombres, buscando a cual devorar. Los que están en el Infierno dan sus órdenes y envían sus delegados.

Los que están en el aire obran físicamente en las perturbaciones atmosféricas y telúricas; lanzan por todas partes sus malas influencias e infectan el aire física y moralmente. Su misión especial es debilitar el alma. Y cuando los demonios de la tierra ven a un alma debilitada por la influencia de los demonios del aire la atacan en medio de su desfallecimiento para vencerla más fácilmente.

La atacan en el momento en que desconfía de la Providencia, pues esta desconfianza, cuyos inspiradores especiales son los demonios del aire, prepara al alma a la caída que los demonios de la tierra solicitan.

Primero, cuando ya está debilitada por la desconfianza, le inspiran el orgullo, al que se abandona tanto más fácilmente cuanto mayor es su debilidad. Cuando el orgullo ha aumentado ésta, llegan los demonios de la carne imbuyéndoles su espíritu; y cuando los demonios de la carne la han debilitado más y más, llegan los demonios encargados de los crímenes del dinero. Y una vez éstos han acabado de disminuir todavía sus fuerzas de resistencia, llegan por fin los demonios de la idolatría que concluyen y ponen término a lo que los otros han empezado. Todos están en inteligencia para el mal.

Y he aquí ahora la ley de la caída: Todo pecado conservado arrastra a nuevo pecado. Así, la idolatría, la magia, el espiritismo, esperan en el fondo del abismo a aquellos que, de precipicio en precipicio, han ido cayendo hasta los últimos bordes.

Todas las cosas de la jerarquía celestial son parodiadas en la jerarquía infernal. Ningún demonio puede tentar a un alma sin permiso de Lucifer. Los demonios que tienen su pie fijo en el Infierno sufren la pena del fuego; los que están en el aire o bajo tierra no sufren entretanto este tormento pero soportan otros terribles suplicios, especialmente el de ver el bien que hacen los santos. El hombre que hace el bien inflige a los demonios una tortura espantosa.

Santa Francisca, cuando era tentada, por la clase y la fuerza de la tentación conocía de cuánta altura había caído el ángel tentador y a qué jerarquía había pertenecido.

Cuando un alma cae en el Infierno, multitud de demonios dan las gracias y felicitan a su demonio tentador; pero si un alma se salva, su demonio tentador es objeto de la burla de los demás y conducido delante de Lucifer, éste lo condena a un castigo especial distinto de sus torturas ordinarias. Dicho demonio entra a veces en el cuerpo de algún animal o en el de algún hombre, y se hace pasar por el alma de un difunto.

Se conoce que las modernas prácticas más conocidas desde lo de las mesas parlantes, han sido usadas en todos los tiempos, pues Santa Francisca parece ya describirlas.

Cuando un demonio ha conseguido perder a un alma, después de la condenación de ella, aquel mismo demonio pasa a tentar a otro hombre, y entonces es más hábil que la vez anterior. Se aprovecha de la experiencia adquirida en la victoria y tiene más habilidad y fuerza para la perdición.

Cuando un hombre tiene la costumbre del pecado, Santa Francisca ve el demonio encima de él; cuando el pecado mortal queda borrado, lo ve no encima, sino al lado del hombre. Después de una buena confesión el demonio queda muy débil, y la tentación no tiene ya la misma energía.

Cuando el nombre de Jesús es pronunciado santamente, Santa Francisca ve a los demonios del aire, de la tierra y del Infierno doblegarse bajo espantosas torturas, tanto mayores cuanto más santamente es aquel nombre pronunciado. Si ante una blasfemia se invoca el nombre de Dios, también los demonios se ven obligados a inclinarse; pero al dolor que este obligado homenaje les produce se mezcla un cierto placer.

Cuando un hombre blasfema el nombre de Dios, los ángeles del cielo también se inclinan, atestiguando un inmenso respeto. Así, pues, los labios humanos que tan fácilmente se mueven y tan a la ligera pronuncian aquel terrible nombre, producen en todos los mundos extraordinarios efectos, y despiertan ecos cuya intensidad y grandeza no sospecha el hombre aquí en la tierra.

El fuego del purgatorio es muy distinto del fuego del Infierno. Éste, Santa Francisca lo ve negro, y el del Purgatorio, claro, con un tinte rojizo. Ve, no en el Purgatorio mismo, sino fuera de él, al ángel de la guarda de cada persona difunta, a la derecha de ella, y al demonio tentador a su izquierda. El ángel de la guarda presenta a Dios las oraciones de los vivos ofrecidas en sufragio de aquella alma del purgatorio.

En cuanto a las oraciones rezadas en favor de las almas que se cree están en el Purgatorio cuando no están en él, he aquí, según Santa Francisca, cuál es su aplicación. Si el alma que se cree en el Purgatorio está ya en el cielo y no tiene necesidad de oraciones, las que se ofrecen por ella se aplican a las otras almas que están en el Purgatorio y también a la persona viva que las reza. Si el alma que se cree en el Purgatorio está en el Infierno, el mérito y la eficacia de la oración recaen por completo en el que la hace, y no se reparten como en la hipótesis anterior.

Francisca ve en el Purgatorio tres moradas desigualmente dolorosas y terribles, y en esta división nota todavía subdivisiones. En todas ellas el castigo presenta relación con los pecados cometidos, con la naturaleza de éstos, con sus causas, sus efectos y todas sus circunstancias.

Una de las más hermosas visiones de Santa Francisca es la de los tres cielos. Aquel día vio el cielo estrellado, el cielo cristalino y el cielo empíreo.

Vio la inmensidad del cielo estrellado, su esplendor, y la enorme distancia que separa a unas estrellas de otras. Muchas de ellas le parecieron más grandes que la tierra. El cielo estrellado le dio idea de un esplendor desconocido y no imaginado.

El cielo cristalino le pareció tan alto sobre el estrellado como éste lo es encima de la tierra.

Vio que el esplendor del cielo cristalino era mucho mayor que el del estrellado; y en cuanto al empíreo, lo vio mucho más elevado sobre el cristalino que éste sobre el estrellado. Su inmensidad y magnificencia son inimaginables.

Las almas bienaventuradas y los santos de la tierra, iluminadas por los rayos que partían de las llagas del Salvador brillaban a los ojos de Francisca con resplandor desigual bajo el fuego de los rayos desiguales. Las llagas de los pies iluminaban a los que amaron, y la del costado a los que amaron con más profunda pureza. Santa Francisca vio en esta visión a su alma abismada en la llaga del corazón. Vio la llaga del corazón como un mar sin orillas; y cuanto más avanzaba más insondable le parecía su inmensidad.

Otro día oyó de la boca de Jesucristo estas palabras: “Yo soy la profundidad del poder divino; Yo he creado el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Todas las cosas son creadas según mi sabiduría. Yo soy la profundidad, soy la sabiduría divina, soy la sabiduría infinita, soy el Hijo único de Dios… Yo soy la altura, soy la esfera inmensa (inmensa rotunditas), la altura del amor, la caridad inestimable; por mi humildad, fundada en la obediencia, he redimido al género humano”.

Terminemos con la visión más alta: “He visto, dice a su confesor, al Ser antes de la creación de los ángeles. He visto al Ser como es permitido verlo a una criatura que vive en la carne”.

Era un círculo inmenso y espléndido. Este círculo no descansaba en nada más que en sí mismo, Él era su propio sostén. Un esplendor que el espíritu no se figura, salía de aquel círculo; y Francisca no podía mirar fijamente aquel esplendor intolerable. Bajo el círculo infinito y deslumbrador había un desierto que daba idea del vacío; era el lugar del cielo antes que el cielo existiera. En el círculo había algo como la semejanza de una columna muy blanca y absolutamente deslumbrante; era como un espejo en el que Francisca percibía el reflejo de la Divinidad; y vio trazados allí algunos caracteres; principio sin principio, y fin sin fin. Pues Dios llevaba el tipo de todas las cosas en su Verbo antes de crear cosa alguna.

Después, he aquí —como innumerables copos de nieve que cubren las montañas— que son creados los ángeles. El tercio de ellos será precipitado en el abismo; los dos tercios permanecerán en la gloria.

La Inmaculada Concepción de la Virgen apareció a Santa Francisca en esta visión fundamental.
La visión del otro mundo fue el signo particular y el rasgo característico de Santa Francisca Romana.

(Retirado do blogue: Signum Magnum)